Había
intentado olvidarlo, pero en todos estos años nadie había tatuado tan bien en
mi piel su nombre, de nadie recordaba tan bien su aroma. En tantos años jamás
supe cómo se quedó tan dentro de mí.
Nadie me
dijo cómo olvidarlo, cómo no suspirar entre las letras de su nombre, cómo verlo
a la cara mientras me contaba sus locas
anécdotas sin ruborizarme, sin que se agitaran mis deseos, sin que mis
pensamientos se alborotaran.
No me
enseñaste a olvidarte, Ángel mío.
Nadie me
advirtió cómo tus gestos vivirían en mi mente, cómo tus caricias recorrerían mi
piel y tus palabras resonarían en mis oídos aún cuando tú ya no estés aquí, aún
cuando pasen meses, y quizás años, sin verte.
No me
avisaste, Ángel mío, que jamás te irías.
Si tan solo
hubiera sabido antes que desde aquel día mis suspiros llevarían tu nombre, si
hubiera sabido que en mis insomnios me visitarías, si hubiera sabido que ya ni
el café sería lo mismo, jamás me habría ido.
No, Ángel
mío, no me avisaste.
Intenté
convencerme, Ángel, créeme que me repetí un millón de veces por segundo que no
debía escribirte, que no debía soñarte, que mis suspiros jamás te llegarían.
Créeme, mi Ángel
caído, que sabía que no volverías, se lo repetía mis sueños, lo escribí una y
otra vez hasta el cansancio, se lo decía a Morfeo cada noche antes de dormir…
Y, aún así,
aquí estoy, Ángel, escribiéndote, pensándote, soñándote, pero, mis suspiros
todavía no te llegan.
Comentarios
Publicar un comentario